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Un año después

Por: Morphart

El día en que parado frente al espejo y viendo mi vida empacada ya en cajas decidí irme de viaje, todavía no entendía bien en lo que me estaba metiendo. La idea de que era una decisión arrebatada, con la que podría sentir hambre y sed, que me llevaría a la quiebra y temía iba a destruir lo poco que había logrado en mi carrera de ilustrador y diseñador, esa misma decisión tomada con las ganas de vivir una aventura nivel Peter Pan, terminó por darme una parte de mí que ni siquiera sabía que me faltaba.

Desde niño me he visto enfrentado -como todos- a diferentes comentarios, unos dichos con razonable certeza, pero oídos con inmensa inocencia o inmadurez tanto que se convertían en ataques; otros salidos de todo parámetro, que igual dejaron huella, y otros que simplemente llegaban tarde y los hice seguir derecho.

El paso de los meses, el cambio de aires y ciudades curó algunos y fue puliendo criterios sobre otros, fabricando ideas y, claro, me hizo devolverme a situaciones para decir “debí haber respondido aquello” o “si me lo dijeran hoy diría esto”. -Durante este viaje me aseguré de no escribir sobre esto en ninguna crónica anterior y cuando era inevitable, omití incluso los destinos. Para los que conocen la ruta que hasta ahora he hecho y han seguido el blog notarán que faltan ciudades como Chicago o Madrid y que poco hay sobre el paso por Ecuador-.

Emprender ese viaje era de antemano saberme enfrentado a miedos, cambios y retos. Era saber que esto sería más que fotos bonitas, amigos de ruta y un aprendizaje económico constante. Este viaje era saber que las respuestas que encontraría serían solo causales de nuevas preguntas. Este viaje era obvio una oportunidad para encontrarme, para aprender de mí, para formarme a mi antojo, para vivir sin boceto.

Eso de vivir ensayos me lo inculcó mi mamá. Ella cree que no le he dedicado ninguna crónica, y no se da cuenta que detrás de cada una de las aventuras, de cada sonrisa y lágrima, de cada atardecer y amanecer, oculta bajo cada deseo cumplido, siempre ha estado ella y sus enseñanzas de vida, esas que hablan de aprender a valorar lo sencillo y aprender que lo poco puede ser suficiente y que lo suficiente siempre ya es bastante.

Si hace falta decirlo esta crónica es para ti, mamá, pero te toca compartirla -espero que no te moleste- con María Paula Triviño, la misma que día a día, noche a noche publicó bajo mi nombre fotos, textos y que más importante, se tomó el trabajo de leer una a una las palabras que yo escribía para darles orden lógico a las ideas cuando el cansancio me jugaba malos ratos. También con Luisa R.que desde meses antes de creer que podía escribir crónicas de viaje, creyó en mi y siempre me hizo barra. Con Liliana Velez que siempre me alentó a escribir y a creer.

Con Sara Ochoa que me dio ese impulso para cumplir el sueño pirata y con alguien que no conozco, pero que siempre me ha dicho que busca las letras nuevas en el blog, esto es para vos Consuelo López. Por último, también te toca compartirla con todos los que conocí en la ruta, con los que organizaron despedidas y con aquellos amigos que durante el viaje me escribieron para saber cómo marchaba y dónde estaba.

Las cosas como son

Entender que soy algún tipo de vagabundo, entender que soy un renegado y que toda la vida lo he sido, no fue algo sencillo de asumir, pero hoyes lo que me entrega esa sonrisa cada noche antes de dormirme.

Atrás quedó el niño al que le dijeron que dibujar no le daría de comer, también al que alguien muy cercano entre cachetadas le gritaba que se había vuelto homosexual y drogadicto por dibujar hadas y hacer teatro durante la época del colegio. Atrás quedó el inseguro, el que tenía miedo de morirse y que se cumpliera esa profesía médica de que a sus treinta no tendría ya cadera para caminar debido a los medicamentos.

Una lección al año

La lección más grande de este año me la dio la muerte. La historia de Susi y Julio y luego la muerte de un francés con el que compartimos en Lisboa apenas dos días antes de morir y al que recuerdo le dije: ” me gustaría vivir como vos, trabajas tres meses del año y viajas libre el resto”.

Entender que la muerte está siempre tan cerca y saberse mortal es la mejor manera de comenzar a disfrutar del día de hoy, eso está claro, pero, ¿y luego de eso, qué? La respuesta vino a mí con la muerte de Gregorio, el joven francés. ¿Y si por un momento yo hubiese tenido su vida como la desee, sería yo quien hubiese fallecido? De nada me servía envidiar o desear la vida de otro si de hecho la mía era ya más larga y por tanto, cargada de oportunidades para ajustarse más a mis deseos. Esa era la parte que me faltaba, lo que completaba la frase. La enseñanza era que la muerte está siempre tan cerca y saberse mortal es la mejor manera de comenzar a disfrutar del día de hoy y que mi vida era un ente aparte de mi mismo y que entre los dos, teníamos la posibilidad de contruirnos y formarnos a nuestro antojo y felicidad.

La vida es mi dibujo

Ver las fotos que tomé de mí mismo hace unos años es ver más allá del pelo que ya no crece o el que sale en mi cara, es ver más allá de unos ojos que comienzan a enmarcarse entre un par de líneas laterales, más allá de una piel cuarteada. Ver esas fotos es notar que por fin entendí algo que por años me costó, me trajo muchos dolores de cabeza y por qué no decirlo, tristeza. Entender que soy un renegado y que no voy con los parámetros y ver eso en la expresión de mi cara, fue entender que aprendí a valorar el proceso, el camino, el detalle que hace de la meta o del final algo destacable.

Comenzar a hacer ilustraciones con cada vez menos detalle es algo que me había propuesto antes de salir del sistema. Estudié mucho a distintos autores que en mi opinión habían logrado ese punto de síntesis que hacía de lo limpio, algo bonito. Pero las ciudades se me juntaban en la cabeza unas con otras, a veces los tiempos eran cortos entre una y otra y en un principio escribía mucho en este blog para así vaciar la información y se convirtió en algo comercial y, entonces, me di cuenta de que eso no era lo que quería. Yo quería escribir para mí, para mis amigos, para los que no les importara si era largo, corto, útil o reflexivo. Quería escribir para no olvidar. Me detuve, no volví a abrir estas páginas y entonces la magia -porque yo ahora creo con más fuerza aún en la magia- sucedió.

La información, el día a día, el señor del kiosco de revistas, la mujer colombiana del café junto a la catedral de Barcelona, Paulina desde Patagonia, los Eisen, todos los que conocí y con los que dejé de hablar, todos se volvieron una sola voz, un solo discurso en mi cabeza. Volví a pisar mi país y al tomar los lápices la pregunta ya no fue ¿cómo haré que esto se vea limpio? Ahora se trataba de algo mucho más sencillo, ¿cómo pondría en orden toda esa información que sonaba en mi cabeza?

Fue así que surgió aquel mural para una vieja amiga mía. Ella me pidió unir varias ciudades y sin saberlo, le pidió a mi cabeza ya habituada a encontrar en los deseos del otro un motivo para dibujar que liberara toda ese paquete que llevaba. Cuidar los detalles y los trazos de la misma manera en que se mira el paisaje cuando nada conoces; unir una línea con otra, una figura a medias que da nacimiento a otra, como en una ciudad o un país que comparte frontera con su vecino; cuidar el color y el grosor de la línea para generar diferentes texturas como hacen los campesinos en los cultivos que ves desde el aire; sacarlo todo sin pensar que no se parecía a lo que otros que ya fueron a esos sitios vieron, entender que lo que haría esas paredes únicas era el permiso que me habían dado de plantear mi propio mundo, una visión única no por ser mía, pero sí porque solo a mí me podría pertenecer, porque aunque muchos pasemos por los mismos caminos, cada uno se queda con lo que desea guardar.

Un comentario que persiste

Un año después, sin embargo -y esto es lo más lindo de todo-, no tengo todas las respuestas. Sigue sin importarme tenerlas todas, pero hay una que sí quisiera obtener para sentir que subo otro escalón en mi escalera personal.

Hoy, después de todo, cuando alguien me dice que admira uno de mis trabajos, o que admira una cualidad o una decisión que he tomado o una realidad que he enfrentado y me lo dice, aún no sé como expresar bien mi agradecimiento.

Desde niño, en los pocos momentos en los que ando en silencio y sin hacer muecas, mi cara se torna seria y el gesto se asimila al de malgenio. Esto me ha llevado a escuchar una y otra vez que me siento superior o que miro por encima del hombro. No es cierto. También he aprendido que la gente confunde seguridad con prepotencia.

¿Qué pasa cuándo quieres agradecer y siempre te queda el sabor de que no es suficiente? He hecho consciente el acto entonces de bajar la cabeza como en oriente y agradecer las palabras, pero no dejo de sentir que me quedo corto. He intentado sonreír y mirar a los ojos mientras pronuncio “gracias”, pero nada. ¿Una sonrisa sin comentarios tal vez? , no. ¿Un abrazo?,  no siempre conozco al interlocutor, ¿Ignorar los comentarios?, me sabe a prepotencia o a “estaba esperando que lo dijeras”, ¿Responder cada comentario?, persiste la sensación de quedarse corto, ¿responder con halagos y así rebotar la sensación para esquivarla?, de nuevo, no siempre es posible.

Seguiré viajando, a mi ritmo, por mis razones. Tal vez encuentre la respuesta, tal vez y ¿me haré mejor persona? No lo sé. SÍ sé que me gusta la persona en la que me he convertido. Ya está en la mira el próximo destino.

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